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José Alfredo, Lupita y Juanga: Tres tristes tigres

José Alfredo, Lupita y Juanga: Tres tristes tigres 18 de julio de 2022

Alfredo Espinosa

Chihuahua, Chih.

El amor es un arte letal; y las canciones, el arma blanca con que se hieren los corazones de los amantes.

La canción disecciona el alma. Hay mariposas y fragancias de flores cuando se ignora casi todo de la persona amada y se le inviste de aquello que el amante ha deseado tener entre sus brazos; pero el amor comienza a doler cuando la persona amada se revela al enamorado quien es en realidad. Y cuando el amante, más allá de las ilusiones, descubre humano a quien ama, no tardará en unir su eslabón a esa larga tradición del desengaño.

Y cuando el cristal de la idealización se quiebra, el vehículo natural de la desdicha es la canción que se grita o se susurra, se llora o se canta. En cambio, la felicidad, en el hipotético caso de que exista, no es un buen tema para facturar una canción intensa y perdurable.

El amor comienza siendo un sedante, un anestésico para soportar las púas de la vida: los amantes van en busca de un poco de cielo, de alguna nube, y sin saber cómo, entran en un campo de batalla. Llegan tomados de la mano, besándose, y terminan luchando cuerpo a cuerpo, a muerte.

Y sin embargo, quien ha vivido la experiencia del amor sabrá lo que es el cielo. Al término del amor, una vez que se ha volado no podrá jamás olvidarse y se caminará sobre los caminos inhóspitos de la tierra siempre mirando al cielo, porque ahí se ha estado y ahí quisiera volver.

La canción mexicana abreva de esa pócima mágica llamada amor. Pero el amor, caprichoso y esquivo, lucha para no ser aprehendido en definiciones unívocas. Ahí residen sus potencialidades. Sus nieblas y penumbras, donde suele demorarse, anulan toda precisión. 

El amor, con sus dichas e infortunios, renuncia a las pretensiones de la exactitud, y abre su abanico de matices infinitos: en el amor conviven la ternura y el despecho, la pasión y la indiferencia, los celos y las reconciliaciones, la entrega plena y la separación accidentada, la agonía y el éxtasis. El amor perturba y conmueve; provoca sueños y pesadillas. El amor hiere y sana. 

De ahí que el repertorio de la canción sea, también, infinito.

La canción mexicana parece respetar los secretos del amor y frecuentemente sólo lo alcanza a percibir a través de sus agresores: la traición, el desengaño, la humillación, el despecho, los traumas de la separación, etcétera, (porque casi todos desean a otro y rechazan a quien los ama) y logra reconocerlo por el grado de dolor que provoca en sí mismo y en los demás. 

Todo en el amor es metáfora; excepto las espinas.

Tres tristes tigres

En los años treinta del siglo XX, después de la Revolución Mexicana, deshecha la estructura productiva de las haciendas y sin apoyos agrícolas, la población mayoritaria es empujada a abandonar el campo y la vida rural. 

Los campesinos y pueblerinos migran hacia las ciudades y no tardan en enrolarse con las exigencias de las grandes ciudades donde una naciente industria empieza a despuntar. Con el paso de los años, los hombres del campo se convierten en obreros y burócratas, mientras que las mujeres comienzan a salir de sus casas, y sin abdicar de sus quehaceres domésticos, entran a la vida productiva del país, ascendiendo en la escala social, aun sin equidades en las casas ni en los empleos. Las mujeres trabajan, ganan dinero, y comienzan a exigir igualdad entre los géneros. Se revelan contra los machos y algunas de ellas terminan por imitarlos en muchas de las conductas que más aborrecían.

Entre una vida de penurias y azares, los hombres y mujeres comunes, a quienes al agruparse se les conoce como la masa popular, elige con rápidos consensos, los instrumentos para expresarse y hermanarse. Eligen las voces que más fidedignamente representarían las suyas. 

No serán los políticos, ciertamente, sino alguien como ellos mismos, aquellos que por hablar como ellos, de los temas que más perturban sus corazones, surgido de ámbitos como los de ellos, habrá de erigirse en el ídolo del pueblo, y como tal, expresar los sucesos del alma popular.

José Alfredo Jiménez, Lupita D’Alessio y Juan Gabriel, hijos de su tiempo, son el vivo retrato de su época. 

Han funcionado con gran eficacia como espléndidos vehículos del discurso popular. Pese a las adversidades de sus vidas, la tenacidad y el talento han triunfado, logrando que por su voz transiten, confundidas con las propias, las dolencias de los socialmente aporreados. En sus canciones y en sus vidas sigue viva la más actualizada versión de los vencidos, la enésima traducción del fracaso, la perturbada voz de los jodidos.

Los tres ídolos muestran la misma historia, semejante a las historias de casi todos: sus corazones buenos fueron burlados. De ahí su éxito. Variaciones sobre el mismo demonio del amor, esa deidad iracunda y caprichosa; esbozos sobre esa vieja historia conocida que tanto asombro y perplejidad provoca todavía. Ellos tres cantan las alegrías y penas inmemoriales en las relaciones de pareja, su gloria y su desdicha, pasión de arrumaco y descontón, el fiero toma y daca, las mismas canciones.

Los procesos del México cambiante se instalan en los sentimientos y los viejos estereotipos empiezan a caer o a modificarse: el macho desprecia a las mujeres ingratas, se emborracha por ellas olvidándose de la abnegada y hacendosa que abandona en la casa. 

Pero algo sucede en las mujeres que en las últimas décadas dejan de temer las bravuconadas de los machos y contraatacan golpeando en aquello que más los enorgullece: su orgullo viril. 

Por otra parte, algunas reeditan en su presunta liberación, los mismos errores que en el macho criticaban decidiendo consumir hombres y desecharlos. Luego, llega otro, como salido del clóset o de mundos subterráneos, que se une a ellas para rematar a los machos, pero también para seducirlos.

José Alfredo, Lupita y Juanga, amorosos hasta la promiscuidad; eróticos hasta la pornografía; románticos hasta el ridículo, cursis hasta el humor involuntario, dramáticos hasta el patetismo, sabios como el mejor de los filósofos, líricos de altos vuelos como los poetas, han logrado que la gente, ese aglomerado anónimo y mayoritario, se identifique con sus sentimientos y sus canciones.

Ya no sólo se canta para enamorar sino también para denostar y sofocar al que antes fue amado. 

La mujer que antes era sometida ahora exige a su macho que ayude la lavar los trastes. Los roles se diversifican, los estereotipos se hacen añicos. La mujer se libera, vota, trabaja, utiliza anticonceptivos, preside a los partidos políticos, asciende socialmente. 

El movimiento gay sale del clóset. Ya no es una vergüenza sino una preferencia. A veces es un orgullo. Los machos son una plaga difícil de erradicar y aun se mantienen en la iglesia, en la milicia y en muchos hogares.

Nuestros artistas saltan del radio a la televisión y la fama crece, pero con ella, las necesidades del público de conocer hasta los intersticios de la intimidad del ídolo y aquella popularidad que buscaban afanosamente termina convirtiéndose en pesadilla.

Voces atormentadas, canciones que ya son nuestras. Vidas de remolinos y desamparos. Fama pública y soledades privadas. Penurias afectivas, excesos de la vida intensa. Aplausos y rechiflas: homenajes y escándalos. Los cantantes, sus canciones, sus vidas, sus intimidades, son acechadas por cámaras, y comentaristas chismosos.

Vidas intensas, fracturadas, con infancias de indigencias afectivas, con orfandades tempranas, provenientes de hogares de dinámicas difíciles, con penosas migraciones, frecuentes descalabros amorosos y relaciones de parejas tormentosas, los tigres feroces muestran su interior como el de un minino que ronroneando buscan un poco de calor y de leche tibia.

Por eso los adoptamos como a tres tristes tigres.

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